lunes, 24 de septiembre de 2007

Profesores callados, enseñanza por pares y momentos de gloria

Vaya por delante la tesis: que el mejor profesor es el que menos habla, que la enseñanza tiene forzosamente que basarse en la educación entre iguales y que todos y cada uno de nuestros alumnos se merecen un glorioso tiempo para ellos solos y sólo para ellos. ¿Debo seguir? Probablemente todas las demás líneas sobren, pero no tengo más remedio que justificarme.
Desde antes de llegar a COU -el 2º de bachillerato antiguo- ya había yo dado -por razones que no vienen al caso-mis primeras clases, no particulares (que también y muchísimas), sino clases clases: solo ante un aula completa de alumnos de primaria o bachillerato; y la experiencia me había encantado, tanto como para decidir mi futuro. De aquella época conservo la idea de que para ser profesor hay que tener verbo, lengua, locuacidad. Sin embargo, con el tiempo he visto cuan insuficiente es sólo saberse comunicar con un auditorio. El curso es largo, pero los dis-cursos lo son más. No se puede tener enfrascado a un auditorio todo un año pendiente de nuestra disertación (algunos calculan que más de quince minutos es imposible mantener la atención de un adolescente). Ya que hablo de mis recuerdos como alumno, también repito en mi memoria los momentos en que sentía que el profesor no era capaz de explicar algo sencillo a los compañeros. Aunque nunca dije nada, a veces pensaba que yo podía dar una explicación tal vez burda pero efectiva para ciertos fenómenos a los que dábamos vueltas sin parar. Pocos profesores nos hicieron trabajar en grupo. ¿Pocos? Tal vez uno sólo. No fui un alumno pretencioso en absoluto, hoy creo que aquel alumno todavía lleva razón.

Sí, Miguel, tú podrías explicar algunas cosas a mis alumnos mejor que yo, lo malo es que ya no existes, ahora te llamas de otra manera y no estás dentro de mí, estás ahí enfrente. No puedo adivinar quién eres, me resulta imposible. Lo mismo puedes ser el empollón que un idiota máximo, ¿serás un chico o una chica? Quizás seas hasta un repetidor. ¿Cómo encontrarte?

No voy a iniciar una búsqueda cuyo final ya conozco: todos y cada uno de los alumnos y alumnas que tengo son como yo, tienen algo como yo, tienen el mismo origen que yo: ellas, ellos, sabrán explicar algo, buscar, sentir, pensar, planificar, mejor que ese Miguel Calvillo que les da clase a ciertas horas.
La enseñanza por pares, la enseñanza entre iguales -sea en pareja, en grupo o gran grupo- es uno de los pilares básicos para cualquier tipo de enseñanza, sea de lo que sea, cuando y donde sea. Al disponer a los alumnos a ayudarse entre ellos en las tareas de clase, descubrimos para ellos y para nosotros una nueva perspectiva: discuten, confrontan, pugnan por cuestiones de la asignatura en la que nunca los vimos tan interesados, aprenden a regular, negociar, admitir, rechazar con la debida argumentación y educación... pero sobre todo: saben moverse desde una perspectiva desconocida ya para nosotros, alcanzan maniobras que nuestro cuerpo ya no puede ejercer, aciertan en el punto que nuestra vista cansada no es capaz de enfocar nítidamente. Y no estoy hablando de triunfos, estoy hablando también de equivocarse en grupo, de perder el tiempo juntos y de estropear las cosas en equipo. Su dinámica es (¿infinitamente?) distinta a nuestros perfectos engranajes. Sea como fuere, consiguen logros que no alcanzan con la simple escucha de nuestras recomendaciones colectivas.
Y no es tan simple la enseñanza por pares. Cuando trabajamos en pequeños grupos, formarlos y ordenarlos es un arte. Por ejemplo, en cuestiones lingüísticas parece que las parejas disímiles son las más rentables: juntar a personas de procedimientos y rendimientos intelectuales opuestos y pedirles que lleguen a un acuerdo (por ejemplo, redactar un resumen) es de los retos que más provecho darán para ambos. Por el contrario, en los ordenadores, situar juntas a ciertas personas puede ser contraproducente: el tecnológico marginará al tecnófobo que se abandonará a su suerte.
En la lectura, la escritura y la lengua oral, la enseñanza por pares es ineludible. Existen miles de formas para provocar enseñanza por pares: correcciones, redacciones colectivas, debates, puestas en común, visitas a otros grupos, toma de acuerdos sobre retos... o simple realización de ejercicios conjuntamente.
El año pasado comencé un programa de apadrinamiento lector, una de las actividades típicas de enseñanza por pares. El programa es algo complejo -aunque muy modesto- y no puedo ahora describirlo con exhaustividad, pero en resumen consiguió enfrentar a los alumnos de 3º de ESO a retos considerables no sólo con ellos mismos (decidir cómo leer un cuento infantil o cómo escribirlo), sino con alumnos de educación infantil de cinco años con los que una hora a la semana convivíamos en clase. Naturalmente, ellos tenían que preparar esas clases y eso les ofreció una nueva perspectiva: ellos también comprendieron que llevaban dentro un Miguel Calvillo.
Hubo clases de aquella época en la que apenas hablé. Propuse y dispuse la actividad del día y luego no podía hacer nada más, eran ellos los que tenían que actuar. Esto me lleva a otra idea: el mejor profesor es el profesor callado.
La mayor parte de las veces hablamos demasiado. Siempre he estado al borde de la faringitis, no sólo por haber sido un gran fumador feliz, sino por no parar de hablar al auditorio durante toda la hora. Este profesor tenor, esta profesora soprano que pasan la hora de aria en aria esperando el aplauso de un público que no tiene mucho entusiasmo debe acabar progresivamente. A veces, no nos damos cuenta de que a pesar de que lo que digamos sea muy valioso para nosotros o para la Institución que representamos, es un auténtico ataque terrorista contra el alumnado: nuestra disertación es inversamente proporcional al grado de locuacidad que conseguiremos de nuestros alumnos. No hay más palabras de las que se dicen, el tiempo es finito y las palabras del tiempo están contadas, de manera que si las decimos nosotros, ellos y ellas -nuestros alumnos y alumnas- no podrán decirlas. No hay más cera que la que arde ni más palabras de las que pueden ser pronunciadas (o leídas). ¡No seamos sordos a esta advertencia! -diría el Arcipreste-. Todo lo que digamos, estamos quitándolo de los labios de nuestros alumnos y alumnas. ¿Realmente son tan valiosas nuestras palabras? Tal vez sí, pero algunas veces no, no lo son, en absoluto.
En una ocasión traté cierto asunto con un grupo de 3º magnífico del Instituto en que trabajaba en aquella época. No sé por qué, pero de improviso saltó alguien echando de menos a su antiguo tutor, un sustituto que ya había marchado. Todo el grupo vibró con aquella apreciación y empezaron a quitarse la palabra: cómo lo añoraban. No recuerdo su nombre, apenas tengo sombra de la parsimonia feliz que me inspiraba este compañero perdido ya en la neblina de los traslados. Y todo se resumía en un detalle: él nos escuchaba -decían-. Desde entonces tomé la costumbre de no olvidar esta enseñanza: escuchar uno por uno la opinión sobre el asunto que tratemos, sea sobre qué hacemos con el tema de Lope de Vega, sea sobre qué pensamos acerca del final de un cuento. Todos deben opinar y con tranquilidad, y si no se lanzan, se les anima a participar. Porque cada uno tiene derecho a tener su momento de gloria. Cada alumno y alumna tiene derecho a no estar perdido en la masa, cada alumno y alumna tiene derecho a tener un instante en el que sea tu único alumno, tu única alumna.
Los psicólogos recomiendan que cuando se tienen varios hijos, dediquemos algunos momentos a realizar tareas con ellos solos de uno en uno. Es fácil aprovechar ocasiones en que uno marcha con la madre y otro con el padre, o que el pequeño tiene que ir a balocento y la mayor a taikwondo. Pues con el alumnado, igual. Yo procuro que en todas las clases en que trabajamos en gran grupo todos y cada uno participe en algún momento -si es realmente glorioso, mejor-. Cuando la ocasión lo requiere, voy o vienen. Colocar una silla junto a nuestra mesa y hacerlos pasar para conversar personalmente cuestiones relativas a su educación les convence de una idea dudosa: ¿realmente se preocupan por nosotros? ¿realmente existo para ellos? ¿o acaso no soy más que un número de 3º de ESO A? Y acada cual hay que darle su trato, cierto.
Un día vino a verme una madre y me dijo probablemente uno de los comentarios más desagradables de mi carrera profesional: mi hijo está bien en clase, pero cuando se acerca la hora de lengua vive sus momentos más amargos. Tuve la fortuna de dar con una madre excepcional, no sólo educada, sino realmente madura y segura de controlar toda situación posible. En ningún momento intentó culparme -la culpa me la eché yo luego solo- sino poner las cartas sobre la mesa para arreglar la situación. Aquel muchacho estaba cercano a la timidez patológica y yo había invadido su timidez abruptamente, forzando todas sus cerraduras, por desconocimiento, por pensar que todos eran iguales. - No hay ningún problema -me dijo- mi hijo no se abre con nadie, pero yo lo toco y se abre como un libro. Al día siguiente, las clases de lengua dejaron de ser el momento amargo del día para él. Ya lo sé: no todo el mundo tiene la suerte de tener madres como esta, pero el ejemplo queda ahí. Cada uno necesita su momento de gloria y a veces es difícil saber dárselo, pero siempre hay alguien que lo puede conseguir.
Yo que me dedico también a la formación del profesorado, reflexiono sobre los cursos en los que participo y veo que nos enseñar a hablar a los alumnos, pero no a escucharlos. Solemos aconsejar cómo hacer con ellos, pero pocas veces o ninguna, explicamos cómo conseguir que sean ellos los que hablen. Y por el contrario, el silencio tiene armas que nunca usamos: por ejemplo, el silencio deliberado; o los gestos de escucha sincera y reiterada. Nos dijeron miles de veces cómo hablar a los alumnos, pero nunca, cómo saber escucharlos.
Un año jugué fuerte. Jugué fuerte y me salió bien, pero no sé si atreverme a repetir. En ocasiones les insisto en que somos un grupo, somos un equipo y tenemos que ayudarnos y ser responsables de los demás -este tipo de mensajes si es sincero cala muy hondo en ellos-. Se me ocurrió la locura de retarlos: el próximo examen si no aprueban todos os suspendo a todos (era un control oral sencillo de poco contenido conceptual de los que suelo hacer). Primera reacción: airada; segunda reacción: moderada; tercera reacción: aceptada la propuesta. Fui preguntándoles uno por uno si se creían capaces de aprobar y comprometerse públicamente ya que yo lo creía así. Todos contestaron que sí (creo que surtió su efecto el Pigmalión).
Cada uno se presentaba al control oral cuando creía dominarlo y si aprobaba, se dedicaba a ayudar a un compañero a aprendérselo. No sólo aprobaron todos (vale: en un grupo no confesé que un alumno sacó un 4 después de dos intentos), sino que las notas de todos los grupos aumentaron considerablemente. No creo que vuelva a repetir una hazaña tan espectacular como la que vivimos aquellos días simpáticos y agradables, pero me sorprendió algo: su entusiasmo colectivo, querían demostrarme que podían conseguirlo y demostrárselo a ellos mismos.
Y al cabo, ¿dónde queda el profesor?
Callado...
Los alumnos trabajando...
Cada uno con su momento de gloria...
Pero, ¿y el profesor para qué?
Pues sigue siendo igual, se haga como se haga, se nombre como se nombre, el profesor da sentido a la clase -sin profesor no hay clase-. Aunque calle, aunque guarde silencio y no intervenga, es él el que controla la situación, el que debe controlarla, el que sabe cuándo, y cuándo no, administrar el silencio, los pares y los momentos de gloria. El que sabe tener la humildad de dejar que crean que ellos se educaron unos a otros, que ellos tuvieron que advertirnos cómo tratarlos, que ellos -y no nosotros- fueron los que dijeron las cosas claras.

martes, 11 de septiembre de 2007

Visibilidad lectora

Señoras y señores, con todos ustedes, lo obvio:
"Lo que no es visible, es invisible"
¿Obvio? En absoluto, hay que recordarlo continuamente. Y uno de los aspectos a propósito del cual hay que recordar que si no se ve, no existe, es el libro, la lectura. Y no se ve, cuando debiendo verse, no se menciona; cuando quien lee, no confiesa: lo he leído.
Carlos Fisas, el autor de Historias de la Historia, comentaba un día en el programa radiofónico en el que colaboraba la anécdota que le ocurrió con un admirardor. Se le acerca y le pregunta: ¿de dónde saca usted esas anécdotas históricas tan graciosas? Y él le contesta: pues de los libros. El admirardor pierde el rostro de fan y lo reemplaza por una cara de decepcionado. - ¡De dónde pensaba que lo iba a sacar!- exclamaba Carlos Fisas, él sí decepcionado con toda la razón.
En general, las personas piensan que la sabiduría -cualquier sabiduría- surge porque uno la descubre por sabe dios qué misterios, como mucho porque alguien te la dice, pero ¡leerlo! Eso es como copiarlo. Sin embargo, saber algo por leerlo es precisamente la forma más propia de conocer, apropiarse la sabiduría -sea del tipo que sea- y tener ganas de difundirla (quien aprende algo leyendo suele querer decirlo inmediatamente).
Que no se suela pensar en el libro a la hora de adquirir una sabiduría es en parte culpa del sabio, que por problemas de imagen actual no quiere confesar que ha leído, y mucho menos que es sabio o lo pretende, a pesar de que sea profesor y esté todo el día intentando demostrar lo que sabe o domina, lo que intenta saber o intenta dominar.
Nuestros alumnos y alumnas no suelen pensar que lo que sabemos sea consecuencia de largos años de estudio, es decir, largos años de lectura (entre otras cosas). Como mucho, si damos la clase con el libro de texto, pensarán que lo sabemos por haberlo leído antes y además con cierta experiencia propia de nuestra edad. Esto fue lo que le dijo un alumno a una compañera: Señorita, este año tendrá que aprenderse un libro nuevo - porque habíamos cambiado el libro de texto de su curso. Como si la profesora no hubiera leído cientos de libros antes de dar siquiera la primera clase de prácticas.
De la lectura de ocio cabe decir lo mismo. ¿Quién no termina de leer con el deseo de contárselo a otra persona? Sea malo, sea bueno el libro. Yo comento hasta los libros que sé positivamente que no resultarían apropiados para el nivel donde los menciono. A veces, aludo también a ciertos estudios que he leído sobre Pedagogía o Didáctica, porque no necesito ocultar a mis alumnos y alumnas que me intereso por los escritos en que se explica cómo puede darse mejor una clase, aunque no consiga con ello mejorarla.
Si tú lees, ellos leen. Pero para que esto ocurra, ellos -y ellas- deben saber que tú has leído, deben escuchar tus comentarios sobre las lecturas que has hecho -buenas y malas-. Deben saber que lo que piensas y lo que dices no es sólo producto de una ocurrencia banal, fortuita o planificada.
En algunos cursos sobre enseñanza de la lectura que he impartido para profesorado, he incluido una sesión con una serie de ejercicios que concluían con este comentario descaradamente -y a propósito- pedante:

EL EJERCICIO QUE ACABAMOS DE HACER DEMUESTRA QUE LA SABIDURÍA (APRENDER) NO ESTÁ EXACTAMENTE EN LOS LIBROS, SINO EN EL LECTOR.

CUANDO LEEMOS, APRENDEMOS DEL AUTOR Y DE NOSOTROS MISMOS. ESTE APRENDIZAJE SE PRODUCE FRECUENTEMENTE EN FORMA DE RESPUESTA A PREGUNTAS.

DEBEMOS NO SÓLO HACER QUE LOS ALUMNOS LEAN PARA PREGUNTARLES, SINO PREGUNTARLES PARA QUE LEAN, A PARTIR DE LO QUE YA CONOCEN.

HACER PREGUNTAS CURIOSAS Y EJERCITAR EL PENSAMIENTO Y LA EMOCIÓN SON ACTIVIDADES QUE DEBEMOS HACER TAMBIÉN POR EL SIMPLE GUSTO DE DISFRUTAR DE LA SABIDURÍA.

USTEDES SON SABIOS, NO LO OCULTEN A SUS ALUMNOS, DEMUESTREN A SUS ALUMNOS QUE SON SABIOS Y HÁGANLES SABER QUE LO QUE SABEN EN PARTE LO CONOCEN PORQUE LO HAN PENSADO Y SENTIDO, EN PARTE PORQUE LO HAN VIVIDO Y SOBRE TODO, PORQUE LO HAN LEÍDO.

La modestia lectora sólo puede ser ignorancia lectora. Digamos lo que hemos leído, igualmente, confesemos lo que no hemos leído -otro tema interesante que comentaré pronto-, pero no dejemos que un telón oscuro oculte esos libros que nos permiten ser lo que somos: lectores y profesores, lectores y profesionales de la educación.

Un día, me comenta una compañera que ha topado con una antigua alumna mía. La alumna va desesperada a devolver a la biblioteca Plataforma, la novela de Houellebecq. Dice que no hay quien aguante su lectura. Que la cogió porque yo la mencioné en clase entusiasmado -yo no se la recomendé-. Que vaya tela de novela...

Ojalá todos los fracasos fueran así. A estos me sigo apuntando.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Hipermetropía de la negación

- No, no, mi niño no.
- Qué va, aquí no pasan esas cosas.
- Nada, no, nuestros alumnos no son así.
- Aquí no hay casos de esos.
- No será para tanto.

Y así se suceden las negaciones por hipermetropía, las negaciones que impiden ver la realidad a distancias cortas. Eso parece que fue lo que ocurrió en la matanza de Virginia Tech y es probablemente un comportamiento muy habitual entre educadores, padres y madres, incluso políticos y directivos.
El problema tiene su origen en el rechazo de las malas noticias propias. Es sabido que en el mundo de la empresa y la política uno de los papeles que nadie quiere cumplir es el de comunicar malas noticias sobre la marcha de la sociedad empresarial o el partido político. El comunicador teme ser asesinado como mensajero. Podría decirse que con la muerte del mensajero no se soluciona el problema, pero en la mente del receptor sí ocurre así: la persona que recibe las malas noticias propias se siente responsable de esas noticas, siente que la hacen responsable de esas noticias, que forma parte de ellas y por tanto, se siente vejada, humillada y también partícipe de la mala noticia. Matar al mensajero no sólo ataca al causante extraño -supuesto- de la mala noticia, sino que limpia la culpabilidad que percibe que le achacan.
El receptor puede pasar al punto contrario: el alarmismo. En este extremo, la persona se convierte en enemigo público de la mala noticia y exagera su lucha para dejar clara su pública distancia con cualquier responsabilidad. Ni que decir tiene: el mensajero puede ser asesinado igualmente.
Lo que llama la atención es que en ambos casos no se llega a afrontar la mala noticia con serenidad y firmeza, probablemente las dos claves para solucionar el problema.
En una ocasión, leí en la redacción de un alumno de secundaria que su sueño era matar a sus padres. El párrafo me alarmó muchísimo. Supe después que en clase de Moral había comentado su deseo de matar a alguien. Aunque me sentía inseguro sobre qué actitud tomar, entendí que debía comunicarlo a los padres, aunque antes lo comenté con el propio alumno para poder tener una explicación personal de su escrito. No cité a los padres a una entrevista formal, sino que aprovechando la amistad de una compañera con la madre, le expliqué el caso, le entregué copia de la redacción y le pedí que lo comentara personalmente con ella. El padre vino posteriormente a verme y me dio la impresión de que no sólo le quitaba importancia al asunto, sino que se sentía algo molesto por el hecho de que yo hubiera propuesto el problema. Ilógicamente, podría pensar que yo cuestionaba su educación como padre.
En la negación por hipermetropía se produce también un fenómeno curioso y es que la persona se siente protegida respecto a las malas noticias ajenas, propias de los demás, y así pensamos: ¿cómo estarían esos padres para...? ¿cómo estarían esos empresarios para...? ¿cómo estarían esos profesores para...? Creyendo que lo que les ocurre a los demás, jamás nos ocurrirá a nosotros.
En una ocasión, recibí una carta con el teléfono del Defensor del Menor y pedí que se comunicara y expusiera en todas las aulas. El primer comentario que oí fue: aquí no hay problemas de ese tipo. Vale, efectivamente es la percepción que todos tenemos, pero también es cierto que muchos de estos problemas que se niegan se desenvuelven en el más absoluto silencio. ¡Qué desamparo debe sentir una víctima a quien se le niega la agresión!
Pensando que con estos problemas se afecta la imagen de las personas o de las instituciones, dejamos a veces el problema oculto y sin resolver. Y ocurre en todos lados. Cualquier centro educativo, por muy elevada que sea la extracción social de sus estudiantes, tiene cientos de personas entre las que pueden esconderse casos de acoso o violencia real o potencial. Algunos compañeros que trabajan en centros privados, por ejemplo, en los que no sólo tienen estudiantes, sino clientes, me han comentado casos y a renglón seguido me han pedido que no comente nada. En centros públicos, donde además de estudiantes tienen votantes, no es de extrañar que también se oculten ciertas malas noticias. Naturalmente, no estoy proponiendo que estos casos se solucionen haciéndolos públicos, estoy recordando que se dan en todos lados, no sólo en aquellos en los que suponemos que por la baja extracción social del alumnado va a darse un coto exclusivo.
La serenidad (tranquilidad, discreción, reflexión...) y la firmeza (sin pausa, con tenacidad y decisión...) son las dos virtudes que podrían guiarnos en un adecuado análisis de las malas noticias en distancias cortas.
Los años han pasado, el alumno -un magnífico alumno- ha seguido unido a su familia y no han tenido más conflictos de los que puede vivir una persona normal. Por supuesto, el cartel y la exposición sobre el teléfono del menor se hizo en todas las aulas porque tampoco cuesta tanto trabajo. Nadie ha muerto, nadie ha usado el teléfono, nadie, y a lo mejor estas negaciones podemos hacerlas ahora porque no hicimos antes las otras.